Enigmático y misterioso, receloso de su vida privada, esquivo con los medios de comunicación, del que apenas se conocen imágenes. Jerome David Salinger, autor de El guardián entre el centeno, fallecía el pasado miércoles 27 de enero de 2010, a los 91 años.
Salinger llevaba lejos de la vida pública prácticamente cinco décadas, cuando tras el inesperado éxito de El Guardián entre el centeno, convertido en best seller el mismo año de su publicación, 1951, decidió abandonar Nueva York e instalarse en el campo, en la misma casa en la que falleció. Se acercaba así al deseo del mordaz y afilado protagonista de su novela, Holden Caufield, quien en un pasaje del libro afirma: "me gustaría encontrar una cabaña en algún sitio y con el dinero que gane instalarme allí el resto de mi vida, lejos de cualquier conversación estúpida con la gente".
Aquel libro, del que se han vendido más de 60 millones de ejemplares en todo el mundo y del que aún se venden 250.000 cada año, estaba dirigido a los adultos pero su protagonista inmediatamente se convirtió en el antihéroe por excelencia de toda una generación, la de los adolescentes crecidos en plena guerra fría, que vieron en sus críticas feroces contra el mundo y la moral de los años cincuenta el reflejo de sus propias inquietudes y angustias. El enfrentamiento entre el mundo de los jóvenes y el de los adultos reflejaba también el deseo universal de no crecer, otra cara de uno de los muchos sueños americanos y que de alguna manera, se repite generación tras generación.
1 comentario:
Decía la novelista criminal P. D. James que la muerte abre los cajones secretos del difunto, y supongo que ya están registrando la mesa de J. D. Salinger, ese monstruo o escritor-espectáculo por haberse negado a ser un fenómeno de masas desde el éxito de El guardián entre el centeno (1951), su única novela, la novela de los años cincuenta, y desde entonces influencia fundamental sobre el lenguaje, los gestos, la mentalidad y el carácter de sucesivas generaciones de jóvenes. Cuando Salinger sintió el espanto de la popularidad, a la tercera edición de El guardián..., mandó eliminar su foto de la cubierta. Se convirtió en escritor clandestino. Públicas sólo debían ser sus obras.
El ansia combativa de desaparecer aumentó con los años. No bastaba con retirarse en 1952 a Cornish, en New Hampshire, donde, buen vecino, se sentía protegido por sus conciudadanos, acérrimos partidarios del respeto a la vida privada, como él. Pero, amigo de los estudiantes, pronto se sintió traicionado. Lo que parecía ser una conversación destinada a las páginas escolares del periódico local, apareció escandalosamente en primera página. En los años setenta descubrió una edición pirata de sus cuentos, en San Francisco, y sorprendentemente pidió una entrevista telefónica al The New York Times para quejarse de lo que juzgaba una intolerable invasión de su intimidad. "Me gusta escribir, pero sólo escribo para mí, por placer", dijo entonces. Lacey Fosburg tituló la entrevista: "J. D. Salinger habla de su silencio".
Era un señor que no quería que lo molestaran. Se parecía a los jóvenes taciturnos, airados, callados, de los años cincuenta, en unos Estados Unidos chillones, radiotelevisivos, donde se cazaba escandalosamente a los disconformes y en las escuelas se adiestraba a los niños para que denunciaran a sus vecinos antiamericanos o sospechosos de serlo. Seguro que había leído Salinger en la revista Harper's Magazine (julio de 1955) un irritado panfleto de William Faulkner, Privacy. ¿Qué ha sido del sueño americano? La igualdad en la libertad había sido sustituida, decía Faulkner, por "palabras vanas y altisonantes, vacías de todo significado, libertad, democracia, patriotismo". "Mi convicción es que sólo las obras de un escritor están a disposición del público y abiertas a la discusión y el estudio, desde el momento en que ha propuesto la publicación y ha aceptado dinero a cambio". Y Faulkner sentenciaba: "Su vida privada es únicamente suya". Defendía la intimidad. Hoy defenderíamos el derecho a venderla.
Abrirán los cajones del muerto, como decía P. D. James, y no encontrarán nada. Salinger practicaba el arte de la intimidad. Su silencio de estos años me recuerda a esa pieza pianística de John Cage, 4'33 (1952), en tres partes que se indican cerrando y abriendo la tapa del piano al final de cada parte. Ha empezado la época de la obra póstuma de J. D. Salinger.
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