lunes, 15 de febrero de 2010

Secuencias para la memoria (XIII)



Oci Ciornie (Ojos Negros)
(Nikita Mikhalkov, 1987)

3 comentarios:

Andrés dijo...

Ojos negros narra la historia de un arquitecto sin fortuna que a principios del XX se casa con la hija de un banquero romano a la que no quiere y que se enamora de una mujer rusa a la que ama pero con la que decide no compartir su vida (no se atrave a seguir a su corazón y perder su estatus). Hasta ahí una historia normalita. Pero hay que ver como la cuenta Mikhalkov. La belleza, la alegría, la vitalidad recorre cada milímetro de este metraje y, a la vez, aunque parezca imposible, hay una tristeza fria y cortante que recorre con amargura toda la película.

Difícil no sorprenderse con la actitud del personaje de Romano, el arquitecto que no se atreve a vivir según le dicta su corazón y que sólo escucha a su bolsillo y su comodidad, y sin embargo es a la vez vitalista, locuaz, gracioso, tierno e inteligente.

Tiene tambien cierta belleza narrativa que la conversación inicial de la que parte la película, recorrida después por innumerables flash backs, es capaz de contener y encerrar a todos los personajes de la narración de una manera ciertamente paradójica, aunque, al final, algo previsible.

Sólo por ver la actuación memorable de Marcello Mastroianni (el Romano protagonista de esta historia), convierte a esta película en una de las imprescindibles.

G. K. Dexter dijo...

Recuerdos acerca de la película de Mikhalkov, basada en un relato de Chéjov titulado "La dama del perrito".

En una silla de mimbre reposa desmayadamente el cuerpo mortal de Chéjov. A la vista de su aspecto su pensamiento se encuentra muy lejos de allí, muy lejos del envoltorio que le alberga. Si aceptó venirse hasta este balneario se debió sólo a los porfiados consejos de sus amigos, preocupados por el abatimiento en el que se había visto sumido durante las últimas semanas.

La "toska", el aburrimiento tan propio de los habitantes de las estepas rusas, había hecho presa de él, y lo que sentía en su interior no era algo susceptible de ser curado por medio de unos simples baños. Se trataba de algo mucho más profundo.

Hoy ha convenido en salir, no ya por la recomendación de los facultativos del centro sino motivado por la visión del sol que esplendoroso brilla en el exterior. Ahí nos lo encontramos, muy cerca de la piscina de barro en la que chapotean con suma alegría un grupo de residentes, unos genuinos creyentes en los efectos terapéuticos de la combinación del agua y el barro medicinal.

El animado ambiente es roto de súbito por la irrupción de una repentina ráfaga de viento cuya intervención hace volar un delicado sombrero femenino, con tan mala suerte que termina por precipitarse en el mismo centro de la piscina. A la vista de este hecho el escritor abate delicadamente su periódico para pasar a observar detenidamente el reposado flotar de la pamela, apenas perturbado por las ondas producidas por los nadadores, los cuales, sumidos en su diversión, permanecen ajenos a la presencia de ese objeto.

Durante un instante piensa en la mala suerte que acaba de ofrecer sus respetos a la propietaria. Sin duda no podrá recuperar su prenda a no ser que alguno de los que nadan de aquí para allá convenga en acercárselo. Mas los acontecimientos no se desarrollan como cabría esperar, mostrando una vez más la riqueza de posibilidades que más tarde o temprano nos ofrece la existencia.

El escritor siente cómo a su misma vera pasa el caballeroso porte de un hombre alto, vestido con un vistoso terno blanco y tocado con un sombrero de igual color. Anda con lentitud, no exenta de lo que no deja de ser una cierta gracia aristocrática, imagen a la que refuerza el bastón que porta con delicadeza en su mano derecha. A juzgar por sus andares se deduce que tal adminículo no es más que una muestra de coquetería personal, un complemento decorativo que presta a su figura una manifiesta gracia.

El desconocido se acerca al borde de la piscina, parece dudar un segundo, aunque sólo sea para decidir con qué pie va a avanzar y, acto seguido, se sumerge hasta la cintura dentro del parduzco líquido. A igual paso que sobre tierra firme continúa avanzando, directo hacia la pamela. No bien llega a su altura la recoge, saluda a unos conocidos por medio de un cabeceo, al tiempo que alza su propio sombrero y da media vuelta, desandando el camino. Si es que puede utilizarse esa palabra dado el medio sobre el que se desplaza. Con vigor atlético emerge de la piscina, sin prestar atención alguna a las manchas amarronadas que decoran su antes flamante traje y se acerca a una joven destocada quien, al igual que el propio Chéjov, no ha perdido detalle de las evoluciones de tan galante caballero. Una vez más vuelve a quitarse el sombrero a modo de personal saludo, esta vez íntimamente dirigido a la propietaria del adminiculo y, luego, sin mediar palabra alguna se aleja tras dar media vuelta, con el mismo andar resuelto y lento de un principio.

Chéjov le observa mientras se aleja, ajeno por completo a las miradas de admiración que su gesto ha provocado y piensa para sí. Piensa que en su cuarto del primer piso, en una maleta de las que conforman su equipaje, guarda unas cuartillas, una pluma y un tintero…

Andrés dijo...

¡¡¡Gitanos!!!!
Volveré pronto...