Ahí está siempre. Necesario pero intolerable, injusto y justiciero, inesperado acompañante si se presenta en cualquier momento de la vida, inoportuno siempre hasta para el final... a pesar de ello, el sufrimiento está bien valorado filosóficamente como vivencia, como sentimiento referido al ser superado, experiencia vital si no es la última, sensación perpetua que aparece de forma absurda y contradictoria, aunque sean minoría los que lo desean padecer, a fin de cuentas el sufrimiento es la antesala, la puerta y la salida al dolor, a la sensación de desagarramiento, al abandono, al cruel designio de la naturaleza...
"El que no ha sufrido no sabe nada; no conoce ni el bien ni el mal; ni conoce a los hombres ni se conoce a sí mismo."
Fénelon (1651-1715) Escritor y teólogo francés.
"Cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente".
William Shakespeare (1564-1616) Escritor británico.
"Dios, que muestras nuestras lágrimas a nuestro conocimiento, y que, en su inmutable serenidad, nos parece que no nos tiene en cuenta, ha puesto él mismo en nosotros esta facultad de sufrir para enseñarnos a no querer hacer sufrir a otros".
George Sand (1804-1876) Escritora francesa.
"El sufrimiento es el medio por el cual existimos, porque es el único gracias al cual tenemos conciencia de existir".
Oscar Wilde (1854-1900) Dramaturgo y novelista irlandés.
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Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.
Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.
Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.
¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.
Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.
Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.
Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.
(Dámaso Alonso)
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