
Dice el jurado que se le concede el Nobel a Vargas Llosa, de 74 años y cuya obra está publicada por la editorial Alfaguara (Grupo Santillana), "por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota".Ese es su asunto, el poder, y también la resistencia al poder, la revuelta contra el poder, la derrota. De eso habló con José Saramago en Lanzarote, en un encuentro que organizó Pilar del Río; el portugués, que fue Nobel en 1998, hizo augurios para que el peruano que acababa de cenar con él un pescado tuviera también ese cetro como ya tenía los premios Príncipe de Asturias (1986) y Cervantes (1994). El azar ha querido que la muerte de Saramago y el Nobel de Vargas llegaran el mismo año.
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"España es un país que no era mío y que yo he hecho mío porque me acogió", dijo Vargas Llosa a los periodistas, "pero yo soy peruano, lo que hago, lo que digo expresa el país en el que he nacido y en el que he vivido las principales experiencias". España queda ahí al lado, en el extremo más racional y adulto de su cerebro. España es el país que le abrió espacio dentro de su industria editorial y en el que consolidó su carrera. Le brinda también, por tanto, este premio a España y, tal como quiso destacar, a su primer editor, Carlos Barral.
Aunque habló de Venezuela, de su horror por las dictaduras y de su voluntad de seguir denunciando los abusos que crea denunciables allá donde crea oportuno, porque la política nunca se aparta de él -o él de la política-, este era esencialmente el día del escritor. "Yo básicamente soy escritor y promuevo el español escribiendo lo mejor que puedo", dijo, esforzándose por sonar humilde en un día en que tenía enfrente a tantas cámaras como Barack Obama. Destacó el significado que el premio tiene para la literatura latinoamericana y para construir un futuro que observa con optimismo, pese al desafío que las nuevas tecnologías representan para el libro.
"Yo soy más del papel", confesó. "Espero que los cambios tecnológicos no signifiquen una banalización, una trivialización del consumo de libros. Creo que incluso existe la posibilidad de que las nuevas tecnologías permitan explorar los problemas más esenciales del ser humano. De nosotros depende que no se acabe con ese avance de la civilización que representa un libro".
"España es un país que no era mío y que yo he hecho mío porque me acogió", dijo Vargas Llosa a los periodistas, "pero yo soy peruano, lo que hago, lo que digo expresa el país en el que he nacido y en el que he vivido las principales experiencias". España queda ahí al lado, en el extremo más racional y adulto de su cerebro. España es el país que le abrió espacio dentro de su industria editorial y en el que consolidó su carrera. Le brinda también, por tanto, este premio a España y, tal como quiso destacar, a su primer editor, Carlos Barral.
"Yo básicamente soy escritor y promuevo el español escribiendo lo mejor que puedo", dijo, esforzándose por sonar humilde en un día en que tenía enfrente a tantas cámaras como Barack Obama. Destacó el significado que el premio tiene para la literatura latinoamericana y para construir un futuro que observa con optimismo, pese al desafío que las nuevas tecnologías representan para el libro.
"Yo soy más del papel", confesó. "Espero que los cambios tecnológicos no signifiquen una banalización, una trivialización del consumo de libros. Creo que incluso existe la posibilidad de que las nuevas tecnologías permitan explorar los problemas más esenciales del ser humano. De nosotros depende que no se acabe con ese avance de la civilización que representa un libro".Conozco no pocos adictos al gran novelista que despotrican contra sus elogios a Mrs. Thatcher o algunas otras tomas de partido, pero son los primeros que corren a la librería en cuanto anuncian otro libro firmado por él. En todo lo que narra Vargas Llosa hay una verdad y una trasparencia objetiva que derrotan a los resabios de cualquier ideología: es lo que podríamos llamar el amor artístico a lo humano, la profunda compasión (o simpatía, si preferimos la etimología griega) que comprende el desasosiego de sus semejantes y vibra literariamente con él. Ese humanismo auténtico, práctico, incluso misionero (porque nos hace cómplices de la humanidad que a través de la lectura se nos descubre) constituye la urdimbre final de su visión del mundo. Incluso quienes discuten sus conclusiones ideológicas aceptan la suprema honradez de sus premisas narrativas: tal es su fuerza y su grandeza, tal es también el reto -el "mas difícil todavía"- que arrostra con cada uno de sus libros.
La palabra, que a algunos parecerá anticuada y los desconcertados intentarán buscar en Wikipedia, es "compromiso". Y en nada se refleja de forma tan nítida el escritor comprometido Vargas Llosa como en sus artículos de prensa. Cuando uno ha conseguido un rincón periodístico desde el que hacerse oír, la tentación narcisista lleva a deslumbrar y no a iluminar: a sacarle maravillosamente los ojos al lector en lugar de abrírselos, que hubiera dicho Madame du Deffand. Hacerse valer con cualquier pretexto y elegir un tema caprichoso o erudito como el McGuffin sabiamente arbitrario con el que Hitchckok promovía sus enredos. A veces el resultado es muy divertido e inteligente, elegante, pero a otros no les basta. No le basta a Vargas Llosa, cuyo compromiso estriba en poner su excelencia literaria de articulista al servicio de lo más útil: describir lo complejo y perplejo de la realidad para potenciar los requisitos de la libertad. Por eso no le gustan los temas ingeniosamente anodinos o inocuos, sino aquellos que comprometen en el campo de liza y con los que uno se gana más adversarios que admiradores. Acudir a la cita no en la balsa que se deja llevar por la corriente sino en el frágil pero aún así altivo esquife que remonta "contra viento y marea", según sus propias palabras.
Aunque nadie me lo pida y sin pedir permiso, hablaré de mí. El lema que en mi estima define a Mario es el de "generosidad". Es generoso en la opulencia de sus ficciones, dramáticas y sensuales, desesperadas y liberadoras; es generoso en su curiosidad que a nada renuncia, que todo lo explora y escudriña, que lo mismo agota una biblioteca para documentar un libro que atraviesa el desierto para conocer Irak sin intermediarios; es generoso en su compromiso político, cuando tan fácil es acertar siempre callando o manteniendo una cauta ambigüedad como vemos todos los días en quienes nunca arriesgan ni su comodidad ni su reputación; es generoso siempre en su tratar de entender y no intentar desentenderse, en su contagioso afán de hacernos entender. Tiene la generosidad del talento y su talento es erótico: o sea excitante pero también procreador. Y ante la generosidad nada conviene salvo la desconcertada gratitud: tres décadas después de mi inicial asombro al descubrirle, que sigue renovándose libro tras libro, solo puedo decirle la palabra sagrada y que invoca lo sagrado: gracias. Y ten por segura la feliz felicitación de tu fiel finalista del Planeta, Mario, ahora que estás en tu reino...
Las grandes novelas de Mario Vargas Llosa funcionan como laberintos constructivos que han de ir siendo descifrados gradualmente por la inteligencia y la imaginación del lector. Escribo funcionan de una manera muy deliberada: en Vargas Llosa los artificios de la novela están calculados con una plena intención, como elementos de un organismo dinámico que depende de la eficacia de cada uno de ellos para que la historia se vaya desplegando en la conciencia del lector. Cuanto mejor es una novela más activamente está implicada en ella el proceso de la lectura, desde luego, pero en el caso de las de Vargas Llosa ese acto de leer es central: el modo en que la información se va administrando configura las expectativas sobre la naturaleza y la forma de la historia que se tiene por delante, o que se va extendiendo alrededor de uno. Las voces narrativas, las indicaciones de lugar, los fragmentos de conversaciones, los puntos de vista, configuran un murmullo que solo se podrá dilucidar con la debida atención, en estado de alerta, con el oído dispuesto a detectar resonancias que nos permitan intuir las formas más amplias de la melodía.
El novelista escribe poniéndose en el lugar en el que se encuentra el lector en cada momento. Su visión de la historia va siendo más completa según avanza la escritura, y por lo tanto su control sobre ella se hará más concienzudo cuanto más cerca se encuentre del final, pero aun entonces no perderá de vista la diferencia entre lo que él ya sabe y lo que todavía no sabe el lector. Porque de algún modo muy primario, el novelista se parece al lector en que nunca sabe lo que viene después, incluso cuando más seguro cree estar de sí mismo o de los materiales que maneja. Se sigue escribiendo una novela por la misma razón por la que luego el lector seguirá leyéndola: para descubrir qué viene a continuación. Las sutilezas técnicas del modernismo literario del siglo XX, por encima de su ruptura formal con muchos códigos de la novela del XIX, están al servicio del propósito más primitivo de todos: explicar el mundo con relatos que solo serán eficaces a condición de que despierten y sostengan la atención del que ha de escucharlos.
Mario Vargas Llosa es un personaje público que ejerce con solvencia y brillantez sus variados talentos, y que ha adquirido con los años una solemnidad entre de diplomático y de estadista. Pero yo lo he visto apasionarse hablando de literatura, recordando novelas, cuentos, escritores que le gustan, con un entusiasmo generoso que no es muy habitual en el gremio. Porque, debajo de las adherencias que los largos años de vida pública han ido superponiendo a su figura de escritor, y de todas las que se acumularán desde ahora sobre él porque le han dado el Premio Nobel, lo que hay en Mario Vargas Llosa, y lo que su literatura transmite como un contagio instantáneo, es el amor por la narración de historias que se sostengan en sí mismas por su calidad de fábulas y que al mismo tiempo alumbren zonas de la experiencia humana y del paisaje social y político de América Latina. También el paisaje literal, la presencia de la naturaleza y los mundos yuxtapuestos de las ciudades: la mayor parte de nosotros no viajaremos nunca a la Amazonia peruana, pero nos hemos perdido y asustado en ella en las páginas de La casa verde; y nadie que haya leído el principio de Conversación en La Catedral olvidará la desolación de esa Lima de grisura, pobreza, llovizna y desorden que se extiende delante de nosotros como si anduviéramos por sus calles camino de un encuentro que será el hilo que nos lleve al conocimiento de la sucia atmósfera moral de una dictadura y de secretos que tendrán mucho que ver con nuestra propia vida.
Esa conciencia aguda del lugar del lector en la ficción yo la adquirí cuando era muy joven en las novelas policiales que publicaban Borges y Bioy en el Séptimo Círculo y en las de Mario Vargas Llosa: quién cuenta qué en cada momento; de qué forma gravita lo que todavía no se sabe con lo que ya nos ha sido revelado; cómo la tensión entre los polos magnéticos de lo dicho y de lo no dicho hace que se levante sin apariencia de peso ni esfuerzo el edificio magnífico de la ficción, que fluya el tiempo en ella, en cada frase, como una corriente eléctrica, con una pulsación hacia delante como la que le da el swing a la música de jazz. Ese es el talento de los narradores antiguos, y el de cualquier novelista heredero de Cervantes. Vargas Llosa ha escrito sobre las grandes novelas canónicas ensayos de una devoción apasionada que tiene mucho de proselitismo; pero los narradores a los que ha celebrado en sus propias ficciones son los otros, los primitivos, los orales, los contadores de historias de las tribus del Amazonas, los charlatanes y embusteros de las tabernas de Lima, los escribidores caudalosos de radionovelas: ellos eran los depositarios del secreto inmemorial de hechizar con relatos en voz alta que solo existen plenamente en la imaginación del que los escucha.
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