martes, 3 de noviembre de 2009

El adiós de Don Francisco Ayala


Granada, 16 de marzo de 1906....
...Madrid, 3 de noviembre de 2009



"He escrito demasiado porque he vivido demasiado y además lo he hecho intensamente".


"Soy un cómico que lleva años esperando a que se baje el telón, pero no termina de bajarse". Con estas palabras, pronunciadas en 2007, Francisco Ayala se refería a su longevidad, que se había convertido, por derecho propio, en todo un capítulo de la historia de la literatura española del siglo XX. Ese metafórico telón del que hablaba el escritor granadino, ha bajado esta misma mañana en Madrid pasadas las 12. 
Se ha despedido esta mañana, tras una historia vivida de más de 103 años, el último superviviente de la generación del 27, miembro de la Real Academia Española desde 1984, Premio Cervantes en 1991, Premio Príncipe de Asturias en 1988, Premio de la Crítica en 1972, Premio Nacional de Narrativa en 1983, Medalla de Oro Ciudad de Granada en 1987, Premio de las Letras Españolas y andaluzas en 1988 y 1990, Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo en el 2002, entre otros muchos galardones.



"No me ha sido dado a mí otro medio de realizarme en función del mundo en que me tocó vivir, si no es a través de la letra impresa. El espacio de la realidad acotado por los libros ha sido desde la infancia mi espacio natural, y en él se ha desenvuelto básicamente mi actividad sobre la tierra, en relación siempre con quienes, como yo, con los libros han vivido, y me refiero a quienes fueron mis compañeros escritores, o los muchos, incontables, aficionados a la lectura, pero, muy en particular, a los profesionales de la producción de tales objetos de cultura: bibliotecarios, editores y libreros, entre los que, ya en su mayor parte desaparecidos, he tenido y tuve tantos y tan buenos amigos a lo largo de esta dilatadísima permanencia mía sobre este cuerpo astral al que piadosamente he calificado de deleznable".

(Del discurso de Francisco Ayala al recibir el Premio Antonio de Sancha en 2005)

5 comentarios:

Mario Vargas Llosa dijo...

Francisco Ayala vivió el siglo XX, en sus miserias, sus violencias y también por supuesto en sus ilusiones y grandezas. Y de todo ello dio cuenta en sus ensayos y novelas. Fue un hombre universal, desde muy joven se interesó por la filosofía, la literatura, la historia, la sociología y con su dominio de lenguas extranjeras trajo a España mediante traducciones y artículos la mejor literatura de su tiempo. Además de sus cuentos y novelas fue un magnífico traductor y a él se deben por lo menos tres excelentes versiones al español de obras maestras de Thomas Mann. Siempre defendió la libertad y la democracia y sólo deja a su muerte amigos y admiradores en todo el orbe de la lengua española. Lo vamos a extrañar.

Luis García Montero dijo...

Me hicieron falta muchas horas de amistad con Francisco Ayala para que la confianza de una conversación casi diaria dejase en segundo plano la emoción histórica de su figura. Para un letraherido como yo, cercano al fetichismo, pasar al tuteo fue más fácil que alcanzar una verdadera naturalidad. A veces le decía -y él me contestaba con una sonrisa paciente- que me impresionaba mucho tomar una copa y comer aceitunas con un hombre de otra época.
Se trataba de un sentimiento mayor que la pura admiración literaria. Además de ser el novelista de Cazador en el alba, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias, Francisco Ayala era el último protagonista de una época deslumbrante de la literatura española.

Estoy hablando, le comentaba yo, con el encargado por la Gaceta literaria, en 1927, de reseñar el estreno de Mariana Pineda, el drama de Federico García Lorca. Hablo con el muchacho que se sentaba en las tertulias de Manuel Azaña y José Ortega y Gasset. Con el atrevido escritor que levantó las iras de Luis Cernuda por sus comentarios sobre Perfil del aire. O con el joven vanguardista que, después de conocer en Alemania el ascenso del nazismo, decidió dedicarse por entero a la filosofía política, la defensa de la conciencia liberal y la construcción de un Estado español democrático.

Intelectual y ciudadano del siglo XX, la vida le condujo a situaciones muy difíciles, y siempre salió bien de ellas, con una asombrosa dignidad humana y literaria. Emocionante fue la entereza moral con la que vivió su compromiso republicano durante la Guerra Civil. Inteligente, el giro literario con el que respondió a las guerras de España y Europa, abandonando la prosa vanguardista en favor de las indagaciones en el realismo crítico. Asombroso, el modo de vivir el exilio, no como una simple condena a la nostalgia, sino como una perspectiva que le permitía comprender las grandes transformaciones provocadas por la unificación tecnológica del mundo.

Todo lo asumió con lucidez intelectual y pudor personal. Siempre vivió en él ese niño granadino que había aprendido la dignidad en medio de las dificultades económicas de sus padres, seguro del propio esfuerzo y sin pedir nada a nadie. Una extrema concepción de la responsabilidad propia, eso era Francisco como ciudadano y escritor. Hablar con él suponía ir con él de Julián Besteiro a Juan Negrín, de Ramón Gómez de la Serna a Jorge Luis Borges, del Juan Ramón Jiménez de Puerto Rico al Antonio Machado de Collioure.

Al comienzo del siglo XXI, junto a una pantalla de ordenador o una sofisticada máquina para leer con ojos centenarios, uno tenía la sensación de vivir por dentro la edad de plata de la literatura española. Me hicieron falta muchas horas de amistad para que la emoción y el fetichismo literario fuesen sustituidos por la naturalidad. Y la naturalidad permitió que el testimonio del pasado diese paso al ejemplo personal. Hasta el penúltimo día, hasta la mañana anterior a su muerte, tuvo en sus ojos y en su voz apagada la llama viva de la curiosidad por las razones del mundo. Se reía con buen humor de mis viajes, mis inquietudes, mis ilusiones políticas. Nos decía que estaba viviendo su posteridad, pero formaba parte del presente y de las interrogaciones sobre el futuro. Por eso el mundo de sus amigos y de su familia era su mundo. Ahora, cuando con él se muere otra época, me queda un enorme vacío. Pero ese vacío no lo provoca la pérdida de grandes hombres y de grandes obras. Es el vacío del amigo, el vacío de la botella de güisqui que hace apenas unos días nos dejamos medio llena, el vacío de las tardes de amistad con Carolyn Richmond y Francisco Ayala. Harán falta también muchas horas para que la emoción histórica pueda consolar la ausencia del amigo que se ha ido.

Juan Luis Cebrián dijo...

Nos habíamos conocido en Nashville, Tennessee, al hilo de unas conferencias sobre la Transición en nuestro país poco antes de que Tejero y sus conmilitones descargaran la zarpa sobre el Congreso de los Diputados. Entonces hablamos, entre canapés y bebidas de cola, del amargo destino que amenazaba a España a cada vuelta del camino. Nos hicimos amigos porque lo habíamos sido antes sin conocernos, ya que habitábamos desde antaño los mismos sueños y desdichas que mantenían la historia de nuestro país en la permanente zozobra en que nos habíamos acostumbrado a vivir. Yo le respetaba hasta la veneración, pero enseguida me sorprendí a mí mismo, frente a quienes reverencial o educadamente le llamaban don Francisco, tratándole de tú, con una camaradería que ni la edad ni nuestras respectivas biografías debían permitirme, pero que él agradeció enseguida. Mantuvimos la amistad hasta el final, enriquecida por las sesiones académicas en las que nos sentábamos codo a codo y a las que no faltaba ni un solo jueves. En los descansos, se posaba en medio de la sala erguido como un palo, presumiendo de no usar el bastón a sus cien años, y departíamos sobre lo humano y lo divino, aturdidos quienes le oíamos por su sabiduría precisa, bienhumorada e incombustible. "Llevo vivo más de la cuenta", comentaba sarcástico cuando le interrogábamos por su salud, y a veces le fallaba el oído, o la vista, antes de que le operaran de cataratas casi centenario ya, pero nunca la cabeza (en la que los médicos se habían visto obligados a hurgar para deshacer un coágulo), ni mucho menos las piernas, hasta bien entrado ya el tiempo de su adiós.

Creador de una obra inmensa en la narrativa, en el ensayo, en el periodismo, Francisco Ayala era el último intelectual que podía presumir de haber sido a la par testigo y autor de la vida de España durante todo el siglo XX. Su aportación a la cultura hispana en todos los ámbitos, desde la docencia a la creación literaria, pasando por el análisis político, la crítica social y la investigación literaria o histórica, difícilmente admite parangón alguno. Irreductible en sus convicciones morales, inmarcesible en sus afectos, desmesurado en la calidad y cantidad de sus obras, vivió el exilio y el retorno con la dignidad de los maestros y la humildad de los buenos ciudadanos. En esta hora tan triste para cuantos aman nuestra cultura y saben de la magnitud de su pérdida, quienes tanto le hemos debido y admirado sólo podemos añadir que, sobre todo, le queríamos, le queríamos mucho. Y añoraremos esos ojos burlones, esa media sonrisa sobre las corbatas a la última que a menudo le regalaba Carolyn, haciéndonos un guiño cómplice, entre admonitorio y divertido, al tiempo que decía: "Yo en realidad tendría que estar muerto".

Pero los elegidos como él nunca perecen, su rastro es perdurable y fecundo. Su ejemplo, irrepetible.

Juan Cruz dijo...

Lo recordaba todo. Una vez se acordó de una anécdota con un viejo republicano en Buenos Aires, un hombre que había tenido mucho poder. Él lo vio en el autobús, cansado, con la mirada vacía; descendieron juntos, el hombre miró al frente y Ayala hizo lo propio, los dos caminaron como si la historia los estuviera empujando, desde España al olvido. De aquel hombre recordaba, y habían pasado 60 años, el color del traje, los hilos que se iban desenhebrando, la mirada ausente, el color de los ojos, el bigote. ¿Cómo se acuerda de tanto? Él no le daba importancia a ese gesto de mirar para llevarlo consigo, como un regalo, como un espejo en el que ir mirando su propia historia; en sus memorias Ayala recuerda hasta los colores de los juguetes, las incertidumbres de la casa, las vetas de la madera del cuarto donde se fue haciendo su mirada implacable o subyugante.

Cuando volvió de su exilio, recorrió los caminos de España y le volvió a la memoria aquel país en el que la gente se mataba porque no se habían sabido saludar en la escalera. Y aunque ya aquel retortijón terrible había pasado a la historia (pero no de la historia), Francisco Ayala vio desde su coche chico la atmósfera de la devastación; este país tenía el color, decía él, del ala de las moscas, gris y cetrino, dispuesto a saltar a la yugular del vecino, otra vez, porque no se dijeron amabilidades en la escalera.

Cuando pasó el tiempo y ya tenía más de 70 años, nos convocaba a algunos jóvenes que entonces trasteábamos en Madrid en busca de miradas que explicaran el pasado. Nos llevaba a su casa de Marqués de Cubas o al viejo hotel Suecia, a tomar smorgabords los viernes. Allí él quiso ser uno más, agarrado como a un clavo ardiente a la razonable pasión por vivir y por hablar viviendo, y mirando.

La mirada de Ayala era inteligente, llegaba al corazón de las palabras y de las cosas. Es verdad que se cabreaba mucho, y hasta el final se cabreó: porque no le respondía la salud, porque no quería tomar los refrescos que el médico consideraba adecuados para la neumonía, porque le daban demasiado amor, un cuidado que Carolyn hizo que no le faltara nunca. Pero bastaba un rasgo de su mirada para saber que aquel enfrentamiento de Ayala consigo mismo, o con los otros, era una lucha pasajera, un modo suyo de decir "no", la palabra que usó con más tino, acaso. En esa mirada que ahora veo en mi propia memoria y también en las fotografías de sus últimos años, cuando Ayala seguía cumpliendo el rito exigente de vivir por dentro más que por fuera, hay esa dualidad de la que él era consciente: el intelectual, o el escritor, o la persona, insobornable ante la estupidez, pero también el ser entrañable y tranquilo capaz de ordenar en un instante el desorden con el que el mundo siempre le fue acompañando.

Cuando le dieron el Cervantes, al mismo tiempo, sufrió una enfermedad parecida a la que ahora ha precedido a su despedida final. Nosotros le fuimos a ver, estaba allí sentado, mirando con ojos pícaros (esa otra mirada de Ayala) a la realidad de las paredes, y entonces le preguntamos, como si ésa fuera la pregunta principal de la entrevista: "¿Cómo está, don Francisco?". "Bien, muy bien". Y después guiñó un ojo. En los últimos años, cuando a veces le falló el aliento, siguió mostrándose igual de cauto con su declaración sobre la salud. En esa penúltima conversación ("Tengo una memoria de segunda mano"), Ayala me dijo: "Con decir 'estoy' ya está dicho todo".

Estuvo fijándose, enrabietándose, escribiendo, siendo en sí mismo una historia de este país al que quiso, y al que quiso mucho más serio de lo que es. Un país que aquel día, en el autobús de Buenos Aires, vio como un país vencido que miraba hacia adelante como si no quisiera acordarse de las costuras, y las quiebras, de su historia. Él fue una mirada, dos miradas, mil miradas sobre un territorio que fue el de su memoria.

José Saramago dijo...

He compartido algunos momentos con él, sobre todo cuando nos nombraron hijos predilectos de la provincia de Granada. Ahí estuvimos mucho rato conversando. Cenamos, y luego hablamos. Ya él estaba próximo a los cien años. Y a esas alturas de la vida sorprendía sobremanera la lucidez, la palabra ágil, el pensamiento muy claro, la inteligencia siempre dispuesta. Uno parte del principio de que con la vejez hay muchas cosas que se acaban, y es cierto que se acaban muchas pero algunas se conservan, y en el caso de Ayala sobre todo se mantenía algo tan importante como la capacidad de comunicación y el funcionamiento de una inteligencia tan brillante como era la suya. Eso no es incompatible con la vejez, y en su caso no lo era en absoluto: se mantenía vivo, despierto, formidable. Francisco Ayala ha sido la prueba viva de que se puede vivir mucho y seguir, en el plano del intelecto, igual a lo que se era antes, cuando se era mucho más joven. Conozco su obra, aunque no profundamente; he leído algunas de sus novelas, y me gustó particularmente La cabeza del cordero. Es una pérdida para España, y es una verdadera lástima que no hubiera habido traducciones suficientes al inglés o al francés como para haber llamado la atención de la Academia Nobel, cuyo premio se merecía sin duda alguna. Era la suya una obra profunda, muy rica en su reflexión y en su pensamiento, en la diversidad de sus intereses humanos y en su propia expresión literaria.